Otro domingo más y otra joya del Evangelio para nuestra colección. Frente a aquellos que, en tiempos de Juan, todavía sostenían que la gran tarea de Dios era juzgar al mundo y condenar a los malos, el evangelio nos presenta un punto de vista muy distinto.
Curiosamente todos aquellos que insisten en el juicio y la condena para “los malos” están siempre de acuerdo en que “los malos son los otros”.
Pero escuchemos al mismo Juan:
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que crea en e? no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo…
Es difícil traducir hoy palabras como “salvación” o “condenación” para que las podamos entender. A mí me gusta una traducción que, aunque sé que es parcial, al menos nos hace más fácil entendernos. Hoy lo que todo el mundo desea no es “salvarse” sino “ser feliz”, “realizarse en la vida”, ser “él mismo” o “ella misma”. Esto es precisamente lo que ofrece Jesús: la autenticidad, la vida plena vivida en profundidad. Y su contrario es la desgracia de la infelicidad, del encerrarse en el propio egoísmo, esa sería (más o menos), la condenación.
Pero no ha venido Jesús a condenar el mundo, sino para darnos la oportunidad de vivir por él, de vivir creyendo en él.